Del tingo al tango

Del tingo al tango

Del tingo al tango. Ahora que estamos de regreso y que la vida ha vuelto a tomar su curso habitual, si es que eso es posible, intentaré escribir una breve reseña de nuestra estancia en Buenos Aires.
Haré el esfuerzo de ponerle pies y cabeza, de darle cohesión a una experiencia que más bien ha sido explosiva, exuberante y caótica.
Nos amanece a las tres treinta de la madrugada, hora en que por lo general salimos de la milonga.
La milonga es el espacio donde se danza el tango y digo el espacio porque podría ser afuera en la calle o en una cancha de basquetbol o en un salón propiamente con pisos de madera o de cemento, pero eso sí, todos tienen mesas alrededor de la pista.
Es aconsejable entrar sola o con un grupo de mujeres y sentarse del mismo modo pues si una dama entra acompañada de un caballero nadie más la sacará.
Así, los hombres se pasean por el área donde se encuentran ellas, eligen a una (por lo general después de verla bailar aprobando su competencia) y por medio de un cabeceo muy discreto comunican su deseo de bailar.
Si a ella le interesa accederá asintiendo con la mirada y caminará en dirección a él. Si a ella no le interesa, simplemente desviará la mirada hacia otro lado.
En la milonga se tocan series de tres tangos seguidos y luego por medio de una cortina musical se indica el fin. Por lo general al término de una tanda el hombre acompaña a la dama a su lugar e inicia su ronda para encontrar a una nueva compañera.
Es inusual bailar más de tres tangos o una tanda con la misma persona pues eso podría comunicar otro tipo de interés. Ya se imaginarán la pantomima que armamos Daniel y yo para no aparentar que veníamos juntos.
Creo que por primera vez en la vida le dije: mi amor, no me abraces, no me mires, no me platiques, hazte para allá que van a pensar que vengo contigo. Cada tanda es un examen de tesis doctoral. Al menos así lo fue para mí.
El mejor halago que puede recibir una extranjera después de una tanda es que le pregunten: ¿sos porteña?
Con eso queda condecorada, con mención honorífica, y todos los sacrificios, frustraciones y esfuerzos invertidos en aprender este dificilísimo baile se indemnizan.
Regreso feliz y abanderada con mi diploma pues en más de una ocasión los oriundos porteños me hicieron la bienaventurada pregunta.
¿Dije que nos amanece a las tres treinta? Más bien debería decir nos anochece. En realidad no lo sé, todavía no lo esclarezco. El caso es que a esas altas horas de la noche o tempranísimas horas de la mañana, saliendo de la milonga, paramos en alguno de los múltiples cafés a comer empanadas, mimosas y medias lunas.
La vida aquí tiene una duración extraña.
El tiempo transcurre caprichoso (como suele transcurrir en general el tiempo), sólo que la particularidad en Buenos Aires es de que se alarga exponencialmente y los días en esta latitud duran más de veinticuatro horas.
El desayuno y la cena se amalgaman, o más bien se multiplican pues a las diez de la mañana, antes de salir al tour, comemos lo que propiamente sería el desayuno.
A las dos o tres de la tarde una comidita ligera de empanadas acompañadas de ensalada, y a las nueve o diez de la noche, el chorizo de bife con papas fritas, chimichurri y el Malbec (¡qué tinto!) son lo que vendría a ser la cena.
Así que eso que ingerimos a las tres treinta o cuatro AM podría entrar en la categoría de cena o de desayuno o más bien habría que inventarle un nombre distinto entre almuerzo y merienda algo así como madruerzo o trasnochenda.
Les comento que nuestro exposición a la música de tango es tan intensa que no hay forma de segregarse de ella, y “Corrientes”, “Cambalache”, “Balada para un loco” y tantos otros, taconean ininterrumpidamente en la regadera, en el museo, en el restaurante o caminando por las calles.
Cabe aclarar que aquí cualquier superficie plana o no tan plana es propicia para bailar tango y cualquier oportunidad es buena para ensayar un boleo, un gancho, una sacada. Buenos Aires es una ciudad europea pero sin la pedantería de los europeos. Los porteños son amabilísimos y no pierden la oportunidad para halagar a un(a) mexicano(a).
La gente se viste con tan buen gusto, parecería que van o vienen de la milonga.
Qué elegantes las porteñas con sus pantalones acampanados o con sus faldas amponas revolotear al ritmo de sus elegantes pasos o al son de la brisa que sopla del Río de la Plata. Existen milongas matutinas, vespertinas, anochecidas, trasnochadas y madrugadoras todos los días de la semana.
Uno puede ir a bailar un tanguito de postre después de la comida o al atardecer, a la salida del trabajo o después de cenar, el de diez PM a dos AM y ya entrados en gastos y totalmente adictos, el de las dos a cinco de la madrugada.
Nosotros bailábamos un promedio de cinco horas seguidas y procuramos ir salteando una noche sí, la otra descanso. No siempre fue posible la de descanso, pues si tocaba alguna banda no nos la podíamos perder.
En este extremo del Cono Sur, la sombra, que es por naturaleza la genealogía de la noche, no se acopla a sus leyes naturales. Esta ciudad nunca se apaga.
Daniel y yo, aves madrugadoras, adeptos a las actividades propias de la mañana, al ejercicio matutino, la meditación, etc., proclives a la comida orgánica y sin gluten, sin grasa, sin azúcar, prácticamente vegetarianos, nos hemos transformado en hábiles murciélagos, más bien aprendices de vampiros por este nuevo gusto a trasnochar y a comer carne roja.
Y ni qué decir por las pastas hechas en casa, las salsas cremosas, el vino, el Cinzano con agua Quina las medias lunas y la infinita variedad de postres azucarados, en partida doble, con su famoso dulce de leche, y qué decir del expreso bien cargado, el mate entre comidas.
Lo único que conservamos de aquellos buenos hábitos es el gozo por un jugo de frutas recién exprimido.
Desatado tiempo porteño de estrellas y luna, gira insidioso entre las confituras de cafés que nunca cierran. Troilo, Pugliese, Darienzo y tantos otros, bailan en el cementerio de la Chacarita.
Sus calles de baldosas invitan a los visitantes a homenajearlos. Dice la leyenda que hay que encenderle un cigarrillo a Carlos Gardel para que el tango nunca muera. También eso hicimos.
Noches juguetonas de ronda, incansables noches han sembrado en nuestra memoria el recuerdo de un tango añejo que vibra al son de “Adiós muchachos…”
Vicky Nizri
Buenos Aires, Otoño 2011

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