Coitus cum inmundis

Coitus cum inmundis

Después de su paseo habitual por el parque la mujer regresó a casa.

Se sentía agotada.

A pesar del exceso de pendientes decidió recostarse un rato. Al despertar una extraña parálisis en el costado izquierdo la aterró. Nada falta en mi universo nada falta en mi universo Dios mío asísteme nada falta en mi universo una y otra vez con tal de no permitir que ese ahogo ese desamparo de vivir de lidiar con las recónditas contingencias de su aciago cuerpo susceptible a cataclismos se apoderase de la situación hasta perder la cordura.

Confirmó frente al espejo la deformación de su rostro. Muerta de miedo trató de hacer memoria. Tempranito plantó los rosales, organizó sus citas, caminó al jardín botánico, se sentó a comer un sándwich, admiró el exuberante florear de las orquídeas. Qué hacer, qué hacer, ¿una ambulancia? Todo está bien todo está bien remachaba al tiempo que veía con horror cómo la mitad de su cara se desfiguraba y su brazo y pierna se iban inmovilizando más y más. Llamó a Alberto.

Cuando el marido llegó a casa se encontraba más tranquila. Había recuperado la movilidad y sólo le quedaba una lejana sensación de acartonamiento en la boca. En la pierna picazón, ardor y hormigueo. Pasado el sobresalto Alberto preparó una cena ligera que no irritara el delicado estómago de su esposa. La acarició con ternura, son los nervios por la boda de Jaimito. Tras un largo suspiro ella asintió. Calificar exámenes finales y preparar la boda de un hijo no son poca cosa. Alberto encendió la tele. Vieron las noticias de las ocho y luego el programa de concurso que ambos disfrutaban.

Una semana después del paralizante incidente, la mujer descubrió una bolita del tamaño de una aceituna en su muslo izquierdo: nada falta en mi universo todo está bien antes de alarmar a la familia una cita con el médico. Qué se pierde. Así salgo de dudas. No se pierde nada, no se pierde nada.

El doctor Barroso, prestigiado dermatólogo, atendió con éxito la soriasis de Alberto. Lo conocía desde hacía veinte años. Ella no lo había tratado personalmente pero ante el necesito ver al doctor, señorita, soy la esposa de, sí, sí, es urgente, consiguió cita esa misma tarde.

¿A patología, doctor? ¿Qué sospecha?, inquirió ante la temible respuesta de la fatal letra C. No anticipemos vísperas, señora Sáenz. Tengo algunas hipótesis, pero el diagnóstico, sólo hasta recibir los resultados de laboratorio. La veo en cinco días.

Pasó la semana calificando exámenes y haciendo listas de invitados. No hubo tiempo para atormentarse ni profetizar malos augurios. La boda de su único hijo estaba en puerta.

Pero sí, en las mañanas antes del baño, y sí, antes de acostarse, con temor resbala la mano por la pequeña bolita, y sí, ni crecía ni aminoraba.

  Llegó la cita como llegan las sentencias: llenas de ansiedad, pero con alivio. Mientras aguardaba hizo llamadas telefónicas, tomó algunas notas y observó detenidamente los títulos, diplomas, reconocimientos que fulguraban con soberbia caligrafía de las orgullosas paredes del consultorio.

Llamó su atención la lista de servicios adicionales que el doctor ofrecía: láser, resurfacing, liposucción, peelings, botox, implantes de colágeno, trasplantes de pelo. La estética femenina siempre ha sido buen negocio para los médicos, trató de persuadirse, entre escéptica y deseosa de tomar el folletito que ofrecía la juventud eterna.

Tan completa gama de destrezas reforzaba la confianza y admiración que por años la familia Sáenz había profesado por tan reconocido especialista. Definitivamente estoy en las mejores manos.

¡¿Sífilis?!

La mente de la mujer se precipitó al abismo de su cuerpo fallido.

No podía creer lo que escuchaba. Cortesana del siglo XV fornicadora, libertina, eso sí, muy culta, contagiada por la llamada epidemia del placer: coitus cum inmundis. Tema revisitado a lo largo de una vida de docencia: Syphilus sive morbos gallicus.

Salta a la memoria la evocadora lección en esos momentos aciagos de incertidumbre diagnóstica. Syphilus…, así da inicio su curso, …pastor rebelde que ofendió a Apolo y fue castigado con el terrible mal… lo evoca para no enfrentar el dictamen que el doctor derrama sobre ella casi complacido… ¿Fue Colón quien trajo la enfermedad a América o fueron los indios americanos los que contagiaron a los españoles?

Esta interrogante surgió en sus clases docenas de veces, cita de memoria: Bartolomé de las Casas: “Hice diligencia en preguntar a los Indios desta Isla si era en ella muy antiguo este mal y respondian que si, antes que los cristianos a ella viniesen… A los indios cuasi no mas que si tuvieran viruelas; pero a los españoles les eran los dolores dellas grande y continuo tormento.”

Recordó el inventario de síntomas: úlceras, supuraciones, dolor intensísimo. ¿Señora Sáenz?, inquirió con el tono acusatorio e impaciente de la autoridad médica.

Le suplico me escuche, ¿hay algo más que deba yo saber? Mmmm, sí, doctor, la semana pasada, después de dos horas trabajando en el jardín y justo al regresar de mi caminata en el parque me sentí extenuada y… Un irritado perdóneme señora precedió al sobra señalarle que la sífilis es una enfermedad venérea. Y la palabra venérea la devolvió a su salón de clases, venéreo, de Venus, diosa de la belleza, el amor, la fecundidad.

El doctor Barroso, con la potestad del mismísimo Fracastoro en su poema en tres volúmenes: “Sífilis o la enfermedad francesa, 1530” enunció la endémica palabra como si él mismo la hubiese acuñado. En cualquier minuto anunciaría, sábelo todo, la consabida demencia, parálisis y muerte prematura del horrible contagio y la advertencia sine qua non: evite, señora, la excitación sexual o cualquier cosa que inflame su imaginación y fantasía.

Dígame, ¿ha tenido relaciones sexuales con otro hombre que no sea su esposo?

Tan punzante interrogación la empujó a un nuevo extravío, sí, sí, las recomendaciones de la época: “…resulta útil mantenerse alejado de mujeres que dejan caer líquidos de la vulva, evitar que en el coito ella esté encima…” Avicena, sin titubeos.

¿Cuál era el tratamiento que se daba en la Europa del Siglo XV, ¿el martirio del mercurio?, claro, por los horribles dolores que causaba, pérdida de la dentadura, cabello, pestañas, y en su memoria intacto el antiguo dicho: “Una noche con Venus, toda una vida con Mercurio” Inhalaciones, ungüentos, bismuto, arsénico; ¿cuál el nombre de esa raíz que trajeron los españoles de América…? gua, gua, a, sí, Guayacán, palo santo, árbol que da salud. En avalancha su angustiada memoria arroja datos y más datos. Tal es su apremio, su técnica escapatoria para desertar el temible veredicto.

Señora, Sáenz, le suplico colabore. Por favor, doctor, tengo sesenta y cinco años. Perdóneme, gruñó el experto, la edad no es garantía; este asunto es de vida o muerte y usted..; no es momento de encubrir la verdad con evasivas. ¿Encubrir? Agraviada por tener que dar testimonio de su vida íntima y enfurecida: con nadie, doctor. No me he acostado con nadie.

Quiero decir con nadie además de mi marido y aún con él, poco, muy poco. Como le dije, tengo sesenta y cinco años y cuarenta de casada. Si usted no se acostó con nadie además de su esposo, él la ha contagiado.

Imposible doctor, usted conoce a Alberto. En efecto, su historial es intachable, me refiero al de su esposo; y entre líneas, ella: “Hombre noble sin sífilis o no es demasiado noble o no es demasiado hombre” Erasmo de Rotterdam (1466-1536).

Seguro es lo que opina este doctor fiel defensor de los derechos masculinos, piensa ella, los hombres… Imposible, doctor, imposible, mi esposo es incapaz de, yo no metería las manos al fuego por NADIE y enfatizó el nadie dudando no de mi marido, por supuesto, sino de mí.

A decir verdad, yo también prefería dudar de mí.

Era más fácil. Siempre resulta más fácil inculpar a una mujer; la Iglesia impone el celibato en el estado Pontificio. Se aísla y castiga corporalmente a las mujeres contagiadas antes y después de los tratamientos recibidos, siglo XVI, se decreta la expulsión y quema de las prostitutas. Desnúdese POR COMPLETO.

Y su voz tan gruesa, tan varonil, azotó el POR COMPLETO en mi cara. Se colocó en la frente una lupa con lamparita y arrimó hacia el camastro de los acusados una mesilla llena de instrumentos punzocortantes.

Es inminente verificar que no exista otro brote como el de la pierna. Desnúdese, arrojó el decreto, ni batita desechable ni sábana para ocultarme y esa luz escalofriante de neón que ¡ay!, los consultorios revelan mis más íntimos deterioros. La mirada indagadora de un extraño puede dejar ver las verdades más hirientes en el cuerpo femenino.

Me desvestí lentamente. Tiritaba. De vergüenza.

De frío. Acomodé mi ropa interior, inoportunamente negra, de encajes, sobre la banca del vestidor y la escondí bajo mi vestido rallado de lino. La argolla de matrimonio, la medallita, los aretes de plata, mi diadema. Que no quedara vestigio de su femineidad transgresora. Salí con mis sesenta y cinco años al aire.

Sin prenda alguna que distrajera la mirada de aquel extraño denunciante; sesenta y cinco años despojados de ropa y de juventud, expuestos ante aquel hombre que dudaba de la veracidad de mi historia y sobre todo de mi honorabilidad. Como prisionera, como animal azuzado me dirigí hacia la camilla donde se llevaría a cabo el veredicto. El aire acondicionado me hacía castañetear los dientes y el tono violáceo en labios y manos denunciaba una capilaridad por demás adelgazada.

Esa mujer profesionista, catedrática de historia durante intachables décadas, esposa de reconocido abogado; esa mujer, la que era yo antes de entrar al consultorio, ahora caminaba desnuda como prisionera. No era nada. Nadie. Nada en ese desinfectado cubículo. Lo único que sabía con certeza en aquel momento ingrato era lo que había dejado de ser para siempre.

Allá, el doctor tapado con inmaculada bata, gasas estériles, guantes de látex con los que evitaría el contacto a toda costa y yo irremediablemente expuesta desnuda para siempre ante su mirada. Cómo codiciaba, en aquellos momentos clínicos de examen, esa bata aséptica que lo encubría. Arribé al camastro tan pronto pude.

Me recosté ocultando las otroras partes nobles todavía con el pudor de la mujer que había sido. Aquel hombre aproximado alumbraba mi intimidad como perito tras la escena del crimen. Separados por aquella lupa alcancé a identificar el aroma agudo y picante de una fragancia masculina el vaho de su respiración su aliento cafeinado.

Ahí, a escasos centímetros su nombre en caligrafía gótica, Dr. Ernesto Barroso Hinojosa en un azul cobalto sobre la bolsita derecha de la bata, bordado a mano, con el amor de una esposa leal, de una enfermera o secretaria. Los venerables médicos saben rodearse de mujeres talentosas que les borden sus nombres góticos, que los veneran hasta jubilarse.

Por un instante se cruzaron nuestras miradas. Ahí, a una lupa de distancia, su cabello gris, lacio, peinado hacia atrás, fijo con alguna goma suave, sus cejas pobladas su barba entrecana. Sus ojos ámbar claro, impasibles ojos, fríos, ágiles ojos exploraban la piel de una vaca rancia o una yegua moribunda. No entretuvo su mirada ni un instante al tropezar con mis ojos.

Yo no era una mujer desnuda frente a un hombre, era un fardo de carne flácida. BOCA ABAJO, ordenó inmisericorde, sin clemencia por el acto de crueldad que ejecutaba. Atrasé la acción cuanto pude. Qué importaba la sífilis en ese momento de ostentación impúdica. Me atormentaba mostrar así mis nalgas abolladas por la celulitis, bofas.

Era tal mi pena que me refugié en el recuerdo de aquel ginecólogo años atrás. Aquel que al auscultar me llenó de halagos e intentó un beso en la boca. No grité ni pedí auxilio ni me indigné ni se lo comenté a Alberto. Pero jamás volví con él a consulta. Sólo archivé el incidente en la memoria por más de treinta años, con una nota: úsese en caso de emergencia. Aquel sobresalto de atracción desplegada estaba tan lejos que pertenecía a otra vida. No descansó en mí su mirada.

La del doctor Barroso. Escudado tras la soberanía de su intachable bata se aproximó a su objeto de indagación. Yo. La acusada. Sondeó en el cuero cabelludo, descendió sospechoso por cuello espalda costados, su respiración agitada empañaba mi piel, la erizaba. Indagó en nalgas, las manipuló sin consideración, sin lástima, de manera mecánica arribó a muslos mis piernas varicosas pantorrillas, se detuvo en las plantas resecas de los pies y en los encallados dedos que anunciaban ya una incipiente artritis. Un instante de alivio. BOCA ARRIBA. Decreta, oficial al soldado raso. ¿Bocccaarribadoccctor?

Vamos señora Sáenz, no es usted una niña.“In vulva in mulieribus et in virga in hominibus.” ¡Dios mío! ¡Hasta qué punto recóndito llevará este hombre su pesquisa! No pude refrenar el llanto. El llanto. Una vez que se echa a andar el llanto la producción acuífera entra en una especie de ciclo incontenible y el incesante gotear de ojos y nariz no para. Cada lágrima que se escapaba me dejaba más vulnerable.

El perito, absorto en su ciencia, ni una palabra de alivio para la enferma, ni un pañuelo cómplice para contener mi catarata. Con la autoridad que sus grados y posgrados confieren, el doctor Barroso Hinojosa negaba con la cabeza dejando caer sobre mí la sentencia. Uno por uno, los diplomas de aquel plagado consultorio me incriminaban.

Ni un gesto de consuelo, ni un chascarrillo que disolviera la tensión gobernante. Más bien severo amonestaba, transitaba por mi piel, exploraba en busca de otra úlcera delatora.

Progresando en sus maniobras revisó con alumbrada minucia garganta y tórax, cuando llegó a los senos que colgaban insolentes a cada costado de mi cuerpo, tan desfallecidos, tan distantes pechos de aquellos tiempos erguidos con los que aquel ginecólogo había suspirado, resoplando sobre mis senos, estábamos tan cerca, separados por el pequeñísimo diámetro de la lente de aumento, el doctor Barroso, y yo con el impulso de morderlo, de aventarle a la cabeza toda su academia.

Yo que sabía ser feroz en la cólera, yacía callada, quieta, obediente, almidonada ante esa bata. Mis ojos agitados miraban hacia el techo buscando formas erráticas que distrajeran; sífilis, enfermedad muy contagiosa debido al “Treponema pallidum”; sarampión de las Indias, morbo galico, mal de bubas, sarna española, en Francia, mal napolitano y los italianos mal francés plaga roja peste genital; desvergonzados ojos ocupados ojos en su quehacer de lágrimas y la nariz con sus mocos y yo con ese impulso apagado, devastado impulso de golpearlo y asesinarlo con uno de sus múltiples instrumentos criminales y acuchillarlo antes de que sus gasas sus vendas sin escrúpulos sus enguantados dedos atenazaran mis pezones para hurgar en cada uno de mis senos a un lado, al otro, arriba, abajo sacudiéndolos como dos sacos de arena.

Meneaba la cabeza, desaprobaba, no sé si contra el curso ruin de mis desgastados senos o en justificación de sus obvias sospechas o si sólo lo hacía para corroborar la ausencia de nuevas evidencias con qué inculparme.

Revisó mi vientre franqueado por la cicatriz de una solitaria cesárea, espulgó entre mi vello púbico, hurgó mis ingles, yo luché por distraer mi atención con el timbre del teléfono que no paraba, y no dejé de temer que en cualquier momento la enfermera abriera la puerta, tiene una llamada urgente.

Exploró piernas, entrepierna, cuando llegó a la bolita delatora la examinó con detalle. Contuve la respiración temiendo merecer otro regaño, ¿era posible recibir un diagnóstico más vergonzoso?

El mismo cáncer habría inducido una respuesta más consoladora, algo que despertara la compasión y la profunda condolencia por quien lo padece.

Se deslizó hacia mis espinillas, empeines, juanetes, nada importaba ya. Lo peor había sucedido para siempre. Perdida mi identidad: profesora universitaria, esposa, madre, me convertía en convicta.

VÍSTASE. Ordenó sin la menor intención de aliviarme.

En ese momento de humillación él hubiera tenido, debía, abandonar el cubículo. Dejarme a solas para recolectar los restos de honor desplomados por su consulta.

Pero no. Sin más pormenores se sentó frente a su escritorio esperando impaciente. Con manos tembleques cubrí mi cuerpo hasta quedar a salvo tras las cortinas del vestidor que me resguardaba.

Como emperador o papa, él, sentado en su trono reflejaba erudito el halo del marco dorado de su mención honorífica. Señora Sáenz, hasta donde me dicta la experiencia, confirmó, esto no puede ser otra cosa que sífilis. Debe ser muy vergonzoso para usted, pero creo que ha llegado el momento de la verdad.

La verdad, doctor Barroso, como le dije, ese día hice jardinería no prostitución. Pues entonces vaya usted y platique con su esposo, respondió amonestando. De todas formas, y para no dejar ningún cabo suelto, voy a ordenar un último examen de sangre. El llanto volvió a confesarme culpable.

Así es el cuerpo femenino. Culpable por antonomasia. Infractora. Venus sin atributos: ni belleza ni fecundidad pero sí vergüenza, mucha vergüenza.

Nosotros le llamaremos, indicó el médico en voz alta anunciando así a sus enfermeras que había acabado la consulta. Mañana, después de las diez decidiremos lo que procede. No quise mirarlo. Asentí con la cabeza rendida.

Así también salí del consultorio. Convencida de que todos ahí dudaban de mi decencia o la de mi esposo. Vencida. Salí sin confiar ya en plegarias ni conjuros, derrotado el ánimo me dirigí a casa. Había que esperar pacientes veinticuatro horas. Para qué alarmar a nadie. Esperanza. No se pierde nada.

Alberto, creo que debes hablar con el doctor Barroso. La desconfianza buscaba madriguera, un lugar donde sorprender al culpable: “Hombre noble sin sífilis o no es demasiado noble o no es demasiado hombre”, se repite ella involuntaria, acusatoria, resentida: la sífilis en un varón era símbolo incluso de hombría y nobleza. Todos los hombres son iguales.

Resonaba el eco de las sentencias de su madre, su abuela, sus tías. Débiles de carne. Sí, un sitio donde verter la causa de tanta deshonra. Guardaron silencio. Alberto con su característico optimismo trató de disuadirla. Cuándo fue la última vez que él tuvo relaciones con una mujer que no fuera su esposa.

Querida, tiene que haber un error en todo esto y echó a volar la memoria, se fue allá a los tiempos universitarios. Visitó dormitorios, rostros, gente en la que no había pensado hacía décadas. Luego de divagar le dijo: querida, al menos que la bacteria de la sífilis tarde cuarenta años en incubar, el diagnóstico que te ha dado Barroso no tiene nada que ver conmigo. Y ella volvió a sentir la tentación de inculparse. Cuarenta años.

¿Quién había sido su último amor antes de Alberto? Acarició a su marido, se abrazaron. Como de costumbre cenaron, pero no tuvo ánimo para ver las noticias ni el programa de concurso. No te preocupes, amor, la abrazó afligido, falta el último resultado y ella, encaminándose hacia la habitación, estoy cansada, voy a acostarme. Se desvistió a oscuras. Escondió, en el fondo de un cajón, infractora su ropa interior. No tuvo coraje para ver aquel cuerpo delatado.

Se puso su pijama de algodón, se aseó con desgano. Veinticuatro horas, se dijo perdida ya toda esperanza. Se metió a la cama y trató de acallar las imágenes en el consultorio ahora más exaltadas. Qué cruel es la memoria a distancia.

Tendida en una cama de hospital en el pabellón de enfermedades epidémicas se descubría desnuda y llena de pústulas contagiosas. Despertó sobresaltada. Se bañó sin prisa y se alistó para recibir la embarazosa llamada. Por fortuna, Alberto había salido temprano a una cita de trabajo. Estaba sola para recibir el golpe. Diez y diez.

¿Qué querrá decir esto? Buscaba una clave oculta en el atraso. A las diez quince impaciente marcó al consultorio. Habla la señora Sáenz, ¿recibieron mis resultados? y fingió no pasa nada.

Permítame, la comunico. Sus lagrimales sobreestimulados se preparaban para el gran finale. ¿Señora Sáenz? articuló sin un buenos días cómo está Alberto no se preocupe buenas noticias. Su caso es r a r í s i m o declaró erudito como quien está por dictar una cátedra.

Debo confesar que en toda mi carrera… Dígame doctor, interrumpió dispuesta a escuchar cualquier cosa. ¿Comentó usted que el día de la parálisis estuvo en el parque? Los efectos deletéreos a través de neurotoxinas potentes que liberan neurotransmisores producen síntomas idénticos a los de la sífilis y en contadísimas ocasiones.., doctor, ¿podría ir al grano?, habló ella claro, sin tartamudeos.

El doctor Barroso, con su particular tono ampuloso precisó: señora Sáenz, por fortuna no ha pasado nada, corrió usted con mucha suerte. Lo que tiene en la pierna es una simple picadura de araña.

4 Responses

  1. La moraleja: Aguas con las viudas negras y con los respetables médicos cabrones.
    Me encantó, por así decirlo.

    1. Miedo! Más a los médicos que a las viudas negras. Y en este país donde la medicina ha secuestrado a la salud, y la ley a la justicia.
      Que Dios nos agarre confesados.
      Abrazos muy séntidos, mi querido Jaime.

    1. Lupe,
      Qué gusto encontrarte por aquí.
      Gracias por tu comentario.
      Si se te facilita escribir tus comentarios en inglés, está perfecto.
      Un abrazo y bien venida!

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