Viene de regreso después de un día empinado de trabajo.
Las seis p.m. buena hora para noticias, algún programa de análisis político.
Un poco escucha la radio otro poco revisa su día: la junta con directores, el sindicato, el papá de Mari que no sale de terapia intensiva. Piensa en su mamá. Ahora mismo le llamo a mi Gordis para que nos prepare algo rico.
Unos tamalitos con atole de fresa y la telenovela, los Caudillos, que tanto disfrutamos juntas. Voy para allá, le dice en tono cálido, como marido fiel que llama a la amada para avisarle que vuelve a casa.
El tráfico agobiado a esa hora cuando la ciudad entera concurre en los tres carriles del periférico.
Nubes de humo, tolvaneras, chipi chipi: febrero en el D.F. Automovilistas malhumorados, autómatas, aturdidos, tocan el claxon, mientan madres, escuchan rock pesado o alguna entrevista frívola de radio. Igual que ella, después de una persistente jornada, van rumbo a casa, a un bar, a una cita.
Nino Canún sale al aire.
A ella le entretiene oírlo, aunque esa generación de locutores chatarra enguata el espacio radiofónico o televisivo con redundancias y repeticiones al estilo merolico de avenida Juárez.
Pero a ella, a esa hora álgida en medio del tendido infinito de autos, la relaja este rezongo post hipnótico, le permite ir y venir a su antojo. Recuerda algunas meriendas en compañía de su padre, temas tajantes llevados a la mesa después de escuchar un programa. Conversaciones acompañadas de tortas y café con leche.
El padre ha muerto y ella, a cargo de su anciana madre, de sus insignificantes caprichos, sus canarios, su conejo Blas, muy gordo y consentido, sus dos perros recogidos de la calle y Marco Polo, el pez, vuelta y vuelta en la pecerita redonda, las vecinas los miércoles, su clase de Biblia, los domingos misa muy temprano y churros recién hechos afuera de la iglesia, pan de dulce con chocolate.
Se preocupa por el préstamo que solicitó a la empresa para sacar un auto de agencia.
Un Ford, color vino, su preferido. Hace cuentas y más cuentas, sus mensualidades, las cortinas y alfombras nuevas que le regaló a su mami el diez de mayo y que firmó con su crédito de Sears.
Atrás, como música de fondo repica Canún. Tilda al PRD y repite, repite lo mismo de formas distintas y ella puede abstraerse, divagar y volver sin perder el monótono hilo.
De pronto, entre los cientos de automóviles que calientan el pavimento sucio, le parece reconocer el Chevy negro, pasado en años y con un corazoncito ya escarapelado que dice: “Siempre tuya”. Sí, sí, es el de Arturo.
Qué casualidad. Habrá salido temprano de su auditoria. Arturo, su novio, su compañero hace ya más de quince años, contador, muy bueno, auditor avispadísimo y paradójico. Cuida el dinero ajeno y él, siempre corto de fondos, siempre en deudas, siempre con su Chevy moribundo. Acelera su deportivo.
Ella hubiera preferido cuatro puertas para la comodidad de su Gordis que carga con varios quilates de más, así le dice a la gordura de su madre para no ofenderla, pero era el único en color vino y no quise malgastar el golpe de suerte y la oportunidad de préstamo de la compañía. Avanza tanto como puede en aquella marabunta automovilística.
Nino continúa con su chisme de lavandera. Divulga corruptelas del partido de izquierda que se las da de muy derecho. Escucha a Canún, pero no quita los ojos del Chevy negro.
Tal vez podríamos ir a un bar, tomar una copita, escuchar jazz y con sentimiento de culpa piensa en llamarle a su madre: Gordis, no me esperes, hay demasiado tráfico.
Saca el celular pero le parece ver a Arturo acompañado. Enciende las largas varias veces, no se inmuta.
¿Quién?
¿Quién puede venir con él un miércoles por la tarde? ¿Chucho, su vecino? No creo. ¿Quién? ¿Algún compañero que le pidió aventón a la salida del despacho? Se acerca otro poquito.
No sabe por qué, pero el estómago se le comprime. Un manojo de cabello largo y sedoso asoma por la ventana. Será la secre del ingeniero. Un brazo delgado y ágil danza al ritmo de alguna música cachonda. ¡Qué mal pensada! Rebasa con cautela aquí y allá, para poder distinguirla.
Paty, su hermana, no, más bien Camila, su sobrina. No seas imbécil, eso es imposible, viven en Puebla. Es otra mujer. Una desconocida. Cambio de estrategia. Trata de camuflarse.
Canún destroza a los perredistas: videos, sobornos descarados. ¿Cómo?, ¿cómo otra mujer si Arturo y yo…? Muy joven, parece, por el jugueteo del brazo que culebrea y baila al ritmo de… ¡el disco de José Luis Guerra que traemos en el coche!, el que le regalé de cumpleaños, ¡maldito!
No, no puede ser. Arturo va embobado, embebido con la joven. Ni un momento retromiró ni se asomó a los espejos laterales. Sólo sus senos y sus piernas firmes bajo una minifalda atrevidísima como hace quince años conmigo, cuando por primera vez… Él casi casado, casi padre de familia. Yo recién egresada de la facultad.
Tardó tanto en divorciarse, que si por los hijos, que si el qué dirán. Años separados bajo el mismo techo, no tenía para sufragar gastos de abogados. Son absurdos. Bien dicen que la falta de dinero mantiene más familias unidas que el amor o la iglesia. Y para qué presionarlo.
Yo, mis obligaciones, ayudar a mi cuñada con aquella terrible crisis de diabetes y José mi hermano sin chamba. Así mejor. Cada quien su casa. Él sus hijos, ella sus padres. Juntos, algunos viajecitos furtivos, los sábados al cine. Una vez le pidió prestado.
Es apremiante, dijo, y ella, ten, sin pedir explicaciones.
Pagó a plazos hasta el último centavo. Los presentó una amiga, se gustaron, se atrajeron, se entendieron, él rebelde del 68, ella idealista. Seguramente lleva a la hija de algún compañero a su casa.
Eso es, claro, alguien que no conozco. Intenta acercarse, pero de pronto su carril se detiene, Dios mío, sólo esto me faltaba, un automóvil averiado.
Los ojos no se detienen con el tráfico, viajan rastreando el corazoncito escarapelado hasta perderlo entre docenas de automóviles. Arturo, absorto en la chica, conduce su destartalado Chevy rumbo a la dolorosa salida a Cuernavaca.
A punta de encerrones y malabares los alcanza. Una llamada más a la madre para no preocuparla: Gordis, el periférico sigue imposible.
Ceno por aquí cualquier cosa. Sí, al Vips, al Charco. Sí, Gordis, me voy con cuidado, claro, traigo puestos los seguros, sí, los vidrios cerrados, ya sé, ya sé, Gordita, muy atenta. Sí, los asaltantes. La chica más encaramada y él más y más abandonado en lo suyo, olfateándola, poseyéndola ya en la imaginación perversa y anquilosada.
No puede ser, alucino, es el efecto de respirar tanto humo, tanto plomo acumulado, y rechina las muelas mientras guarda el celular en su bolsa, el muy bruto anuncia anticipado su salida. Van rumbo a Insurgentes. El programa de Canún termina.
De pronto repara en que ha pasado ya una hora. Apaga el radio. Ahora sólo un asunto la ocupa. Cazarlo, cazarlos. En el silencio del interior de su auto con asientos de velour, también color vino, y aire acondicionado, aúlla el latido de su pulso.
Un microbús se le cierra justo a tiempo para no ser sorprendida. Otra vez el muy estúpido con la direccional advierte. Un hotel de paso. ¿Qué hago?, ¡qué hago! Santísima Flora mártir de los traicionados, aconséjame.
El Chevy bufa por la rampa. Arturo entra satisfecho, tan hombre de mundo, maneja con una sola mano, con la otra… Su mente regresa a la primera vez en que la llevó a un hotelucho hace más de quince años: agáchate, me dijo. Temblando descansé mi cabeza sobre sus piernas y él, como a una gatita, acarició mi cabello, tranquila, tranquila, no pasa nada.
Se estacionan en el garaje. Anota el número. Aguarda paciente. Toma el espacio contiguo. Su corazón no para, la boca seca y esos bochornos insufribles que a últimas fechas la bañan. Calma, calma, se repite mil veces para no caer desfallecida, para no atajarlo a gritos.
Un sinfín de escenas se arremolinan involuntarias. Los designios de la mente son caprichosos: ve a su padre, tan apuesto, tan prudente, tan chapeadito en su caja de muerto, el conejo obeso atravesando el pequeño patio de su casa tras el pastel de zanahoria que le cocina la Gordis con mucha mantequilla los canarios con su escandaloso amarillo y naranja y su chapotear en la tinita nueva las amigas de los miércoles devotas y mojigatas rece y rece mientras sus maridos les pintan el cuerno a colores. Todo eso al tiempo que se baja del auto, cautelosa, hacia el pasillo.
Intercepta a la camarera: es inminente señorita, necesito me permita y enrolla un billete de manera muy discreta, no puedo, responde contrita la mujer al verla tan padecida.
Cuántos maridos in fraganti en cuarto de hotel para asesinarlos en los brazos de su amante, cuántas escenas idénticas, aquella mucama. Se lo ruego, señorita, sólo tocaré a la puerta y como por arte de magia, en esa afinidad de almas, en la que a veces, muy raras veces, dos mujeres se hacen cómplices, la deja entrar sin aceptar un centavo.
El pulso late enloquecido. Toca. ¿Quién?, pregunta Arturo en ese tono arrogante, tan de hombre que conquista, tal vez mordisquea un cigarrillo como estrella de cine. Silencio, un instante. Respira hondo, con voz fingida: recamarera, señor. Él abre, tan campante, la toalla envuelta en la cintura.
Quedan atónitos. Ella, porque ya no cabe la menor duda. Él… Allí, frente a frente sus ojos desploman quince años de fidelidades, de viajecitos clandestinos, de préstamos urgentes y sueños y planes futuros para agrandar el despachito. Ni una palabra derrama ella. Sólo ese silencio de dinamita a punto de tocar la flama. Silencio de asesina.
Él, con su toalla a rayas típica de hotel de paso y su pecho enjuto y sus tetillas flácidas, casi lampiño, cabello ralo, encanecido. Con sus piernas escuálidas y sus pies descalzos llenos de juanetes. Sobre sí, todos los rostros de hombres desenmascarados se derrumban. Baja la mirada sumisa en la más íntima de las deshonras. Con voz casi infantil murmura: amor, no es lo que te imaginas.
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