Capítulo II

Capítulo II. La noche se abre paso, es herida que sangra, oscura cueva; el mar se ha abierto; se distiende a sus anchas, se muestra, asedio de agua que golpea, arranca el piso, desprende las raíces, quebranta fronteras; desconozco el camino, me penumbra.

Todo es desconcierto. No me gusta el ocaso, no me gusta, no me gusta.

El atardecer me invade sentada en proa. Antes de que el sol se consuma el mar pinta su escarlata; en el cielo crepuscular aparecen trazos naranjas y violetas, mensajes caprichosos que no comprendo. Cuando el día cae rendido y la noche devora la claridad, temo que nunca amanezca.

Papá bebe café y juega dominó con otros pasajeros. De pronto, escucho la voz áspera del capitán: “Eso que estamos viendo, es sin duda la marea roja. Prohibido asomarse o tocar el agua. El mar se ha saturado de algas venenosas. Mata desde una almeja hasta una ballena. Quien ingiere un pez víctima de este fenómeno, se enferma, vomita, muere por asfixia o parálisis del corazón.”

Me extravío en la imagen de un océano desangrado. Las palabras de mamá se deslizan por mi mente: Isha, kuando stésh en los tus días, kudia de aislarte por la tu impuresa, no debe dinguno de aserkarse a ti. Llaga su voz en la sentencia.

Tal vez el mar, no, más bien la mar, posee los secretos femeninos; quizá participa del mismo legado de abuelas y bisabuelas, posiblemente se le aplican las mismas leyes sobre pureza, recato y buen comportamiento; acaso también es impura y está prohibido navegarla en esos días. Hombres y peces se guardan de tocarla; quizá por ello han enmudecido los seres que la habitan.

El viento impulsa la pesada embarcación en que viajamos, se mece, interpreta melodías de cuna: durme, durme mi andjeliko. Pienso en mamá con su vientre siempre abultado, ishiko chiko de tu nasión; abrumada con los quehaceres de casa, no konosesh la dolor; mi madre duerme poco o nada, yo le canto para que duerma, akortaron las tus alas i tu boz amudició; mamá es igualita a la mar: nunca para. Durme, durme,

Cierra el día sus párpados, oscurece, el horizonte se pone muy negro y nace la Cruz del Sur y otras estrellas, alfileres prendidos a un acerico de cielo forrado con raso bruno, se encienden mis deseos. Rueda la luna, rueda, rueda, cae del firmamento, flota en el agua suspendida en la mitad del océano, inmune al frío, prisionera en los mantos nocturnos. Antes de dormir, cuando la noche se apodera del silencio, brotan del álbum los relatos familiares, se precipitan en los embudos de memoria condensada, me obligan a descender, a espiar en mis orígenes, mis recovecos, a recuperar los hechos perdidos allá, donde se hunden y se nutren viejas historias que son raíces y trepan, y asfixian, e incitan a andar de nuevo el camino de guardianas y cancerberos. Reandar, reandar. Hilo sanguíneo que me enhebra, me enreda, sangre avizora corre a desembocar en la memoria. Late la sangre, late. Cuando por fin amanece, celebro. Estoy viva.

Sentada en el espolón de la enorme nave me reconozco en las tonalidades de un cielo azul y amarillo, por la noche me pierdo en la oscuridad enmarañada de ese horizonte infinito. En el barco los días se destilan lentos, las horas chapotean entre el desayuno, la comida y los crepúsculos. Luego la cueva. Falta mucho para llegar a México.

A diario, muy tempranito, papá sale a caminar por cubierta, yo me regalo un rato para estar a solas.

En casa siempre hay alguien. Siempre un trabajo pendiente. Es divertido perder el tiempo, estar a solas. De vez en cuando, si se puede, me doy mis escapadas. Desciendo al corazón para beber su savia, pierdo el tiempo, me veo. Poco antes de mi primera emanación de púrpuras y escarlatas estreno un cuerpo nuevo; lo sé, lo siento, lo temo. Busco superficies lisas, me toco, me reconozco, me desconozco. Ávida de mí, me asomo a estanques, aparadores, ollas, platos y hago lo posible por prolongar el breve soplo en que, tras un juego de espejismos, quedo atrapada en los objetos. Estoy cambiando. Cambio vertiginosamente. Cada día se manifiestan acontecimientos nuevos y una urgencia impostergable me obliga a verme una y otra vez. Necesito confirmar que soy la misma. No lo soy. Mis ojos se debaten entre la inocencia del pasado y los misterios por venir. Y mamá: Brusha, te vash a kedar tieza de tanto berte. Los oshos se te ban entchukar. Un día sin ke lo sepásh, el Satán ba binir para tomarte. A escondidas, muerta de miedo y segura de que mi madre está lejos, trepo sobre el banquito, levanto por partes mi camisón de baño y dejo que el pequeño espejo colgado de la pared vierta la luz sobre mis contornos.

En la adolescencia el espejo es una tentación irresistible. Veo una boca, unos ojos, una nariz, unas orejas; trato de unificar las imágenes fragmentadas y logro ver, a veces con temor y otras con desafío, lo que imagino de mí misma. Me veo viendo lo prohibido. Verse en el espejo es como viajar muy lejos para ir al encuentro de uno. El espejo me devuelve la mirada, la mía y la de mamá cuando se enoja. Ella dice que no debo verme tanto, que la ke muncho se mira poko ila. Yo creo que mamá se ha quedado atrapada ahí dentro porque cada vez que me miro aparece vociferando reprimendas y corriendo tras de mi imagen. Por eso es que a veces, pese a que ella no esté en casa, yo siento miedo de mirarme y me lo aguanto y me veo.

Nada sosiega el continuo ulular de mi piel. Su hormigueo es imposible de contener. Las aristas se redondean y los llanos se hacen montes; las piernas han perdido delgadez. El vello crece como musgo sobre roca húmeda, por mis tallos fluye una savia salvaje, sustanciosa. Mis poros destilan esencias penetrantes que varían según humores. Mi cuerpo es bosque, universo donde se alzan nuevas formas y naufragan otras; espesos laberintos crecen por todas partes. Los centinelas de la infancia se han ido. La naturaleza enardecida avanza a sus anchas.

Después, cuando se abrió la herida, mi mundo cambió para siempre.

Despierta el espejo sus pupilas; he ahí la mar inmensa. Arrastrada por la corriente del viaje, por esta salida repentina, por la inminente ruptura de fronteras velo un sueño frágil, fugitivo. El álbum-túnel atraviesa mi vida por conductos consanguíneos. Es pasado que me arroja inexorablemente al futuro. El álbum, tren nocturno, viaja en dirección opuesta; rasga levemente, dócilmente se introduce. Revivo los tiempos en que mamá desmenuza con detalle, casi con devoción, aquellas fotografías encarnadas de recuerdos. Siento el enorme peso de tenerlo conmigo. El álbum. Me pregunto, ¿por qué me lo habrá dado?, ¿para qué?, y sus palabras, lazos bermellones: no olbidésh lo ke los tus oshos an bisto, y luego pienso que tal vez mañana, cuando el cielo se dilate y se haga inmenso, podré comprenderlo.

Asomarse a ese mundo es atarse a aquellas vidas lejanas, tan presentes. Paso una hoja y del álbum, llano y liso, sale mi abuelo, el gran rabino, elegantísimo, vestido de traje con chaleco, sombrero y una falda que usan los hombres, al estilo turco. Con su barba larga, bien parecido, fuerte, muy alto. Sentado, con los brazos relajados sobre las recargaderas de una silla que es casi el trono de un rey. A su lado, de pie, menudita, con su vestido gris clausurándole del cuello a los tobillos, aparece la nona, mi abuela. A la usanza de las mujeres religiosas a quienes no se les permite enseñar el cabello, mi abuela lo oculta bajo una graciosa yamila. Algunas llegan a raparse, kostumbre de ashkenazim, exageraciones de los judíos de Europa, dice mi madre. Se enkashketan para enchikezer su fermozura.

No verse hermosas, esa idea sólo pudo provenir de un religioso recalcitrante. ¡Ke se arematen la cabellera!, diría como dicen esos hombres eruditos que rezan mucho y por ello piensan que son mejores que otros que no lo hacen tanto y se permiten dictar leyes para que sean acatadas, complaciéndoles, sobre todo, las prohibiciones a nosotras. Que no sean hermosas, o mejor aún, que se regresen, sí, ¡regrésenlas a la costilla de donde fueron arrancadas! Dictamina con la esperanza de desaparecernos, devolvernos al corsé toráxico inicial, el de los doce pares de Evas.

-¿Mamá, por qué es pecado ser bonita?

Mamá no contesta, ¿por qué no contesta?

En la fotografía, mi nona, más que esposa, semejaba ser la hija del gran señor barbado. Como todas, pasó de la custodia de su padre a la de su marido. De un ojo al otro. Siempre vigilada, igual que la olla cuando se hierve la leche, atentos a que no se derrame como la mar, se desborda, se desparrama. Como a nosotras, ¿también habría que vigilarla: a la mar? A las mujeres hay que cuidarlas, dicen. Somos criaturas débiles, dicen. Expuestas a los peligros de nuestra naturaleza abierta, peligrosa, pegajosa; náufragas de nuestras propias mareas rojas, dicen. Destino antiguo el de la culpa. ¿Cuántas generaciones habrán de pasar para que nos perdonen el haber probado la manzana? ¿Cuántas Evas expulsadas, convertidas en piedra, enkashketadas? Cómo pesa este linaje bíblico, esta condena de pertenecer al sexo débil del pueblo elegido. Quizá para mi abuela no había diferencia entre cubrirse el cabello o raparse, las leyes impuestas no se cuestionaban. Es más, me atrevería a afirmar que mi abuela jamás se miró en un espejo, si acaso alguna vez para enderezarse el sombrero. Mi nona, la menudita, la clausurada gris, con su pudoroso menstruar y su obediencia, absorbió dócil la culpa de sus antepasadas.

Luna roja me obliga a sangrar, a cumplir la profecía. Los lazos siguen su curso, no se detienen. Desde su oscuridad hunden ligaduras. En un momento fugaz revivo aquellos tiempos sobre las haldas de mi padre, en ten ti no, sa va ra ka ti no, me veo niña, el cabello largo, trenzado, y su mirada, ay, cómo recuerdo su mirada dulce. Sobre esa imagen tibia, apacible se levanta una visión sonámbula, insistente como ave de rapiña, kuando stesh en los tus días… Aquel recuerdo devora el apacible cuadro infantil.

Es noche. Un sobresalto agresivo y caliente me arrebata del sueño profundo. Estamos en clase de ciencia. Doña Leonora y su rostro sombrío de urraca, parada sobre el estrado con sus zapatos suecos, zancos de payaso, explica el ciclo reproductivo. Está molesta, incómoda. Escribe en el pizarrón la palabra ó  v a l o y la palabra es per ma to zua rio, o algo así. Yo pienso en lo que el otro día me platicó Rebequita: “cuando los muchachos besan a las chicas en la boca les depositan un microbio y las embarazan”. Un filamento de sangre escurre por los muros del salón. No es el salón, es el sótano de mi casa, no es sangre, es mermelada que resbala de uno de los frascos; quiero probarla. Doña Leonora me sorprende distraída. Afila la mirada y la apunta hacia mí. Antes de emitir su graznido deja asomar un brillo del oro de su diente. Desde donde estoy se ve grande, muy grande, un ratón roe la suela de su sueco, se orina, me mira, me interroga: ¿alguna duda, Negrín? Sin pensar, sin meditar pregunto, ¿y la sangre? Doña Leonora se enoja. Amenaza con expulsarme. Hablará con mis padres…

Es noche, chorreo la sábana de un líquido viscoso y frío, tiemblo, a tientas enciendo la lamparita de gas. Invierno, afuera llueve y llueve, por la cuarteadura de la ventana entra un viento helado, ondea las cortinas, chifla. La tenue luz tirita, veo a medias, exploro con ansiedad mi cuerpo, no encuentro la herida por donde muero. Paso la mano sigo el rastro del fluido pegajoso, lo huelo, fierro viejo. Lanzo un grito y lo amordazo con la almohada para no despertar a mis hermanas. Mamá llega enseguida. Ella no duerme, es como la mar, no descansa. Se sienta a la orilla de mi cama, me acaricia la cabeza al tiempo que va quitando la sábana, la esconde. Tengo frío, vergüenza, me tapo. Sos musher, kerida, y me da un pañal doblado varias veces, lla sos toda una musher. Y me muestra dónde y cómo colocarlo; es incómodo: kuando stésh en los tus días, isha, me consuela, me espanta.

Con esas palabras me separó, me arrancó, del cobijo de mi padre.

Al abrirse la herida quedé expulsada de los brazos de mi padre, de sus mimos, de su magnífica poltrona. Hasta entonces nos habíamos entendido. Éramos cercanos, muy cercanos. Cuando él hablaba penetrábamos en un mismo latir, en una misma tonada y fluíamos, fluíamos a pesar de su obvia preferencia por sus hijos varones. Hubiera deseado que yo fuera hombre, incluso a veces me llamaba mi bojóro, mi primogénito. Sin embargo, y a pesar de ser mujer, gozaba de mi compañía, yo me daba cuenta, éramos parecidos, muy parecidos, disfrutábamos. Al conversar me agradaba acariciarle el pelo, aspirar ese olor a campo que tenía impregnado, estirarle los rizos castaños como resortes; soltarlos; tocar su piel morena, áspera corteza de árbol. Ver sus ojos limpísimos de tanto cortar cebolla; ojos aceituna resguardados bajo la sombra de unas cejas casi horizontales que semejaban azotadores caminándole por la frente; gozaba resbalando la yema de mis dedos por su nariz larga y ondulada delatadora de su semilla mediterránea; rascar su espalda ancha, vasto pastizal cubierto de vello. Él iba siempre de sonrisa, de botas, overol y sombrero. Lo más hermoso de mi padre eran sus enormes manos de venas resaltadas como culebras. Llenas de brío se hundían en la tierra al igual que palas. Traía el campo en sus ennegrecidas uñas. Con la mirada de venado, prudente y noble, mi padre era el ser más bondadoso que yo conocía.

Pero ese día, me alejó de su regazo y no volví a incursionar en el mundo masculino. A partir de entonces quedé recluida bajo el mando de mamá.

Era viernes por la mañana. Como de costumbre, bajé al gallinero a recoger huevos frescos y al huerto a cortar las coles, remolachas, nabos y repollos para la cena. Dejé de ser niña y se me acabaron sus besos y sus abrazos y sus caricias y no volví a caminar los dedos por su espalda velluda ni a peinar sus rizos. Helaba. Para mi sorpresa encontré a papá. Al acercarme a saludarlo me puso un alto y cuando quise recoger los blanquillos me lo impidió y no me permitió despertar a mis hermanos ni hervirles la leche ni prepararles el desayuno ni colocar la masa del pan al lado del horno. Llovía. Guádrate en estos días, y lo sentí lejano, distinto. La sangre marca la diferencia entre nosotras y ellos. Ellos no sangran, no están abiertos. Hacía frío. Podésh kortar lenya i labar baños. La sangre nos hace profanas y a ellos profanados, profanables. Somos como la marea roja, paralizamos sus corazones. Podésh enserar pisos i tender kamas, ama por dingún medio debésh tokar nada bibo.

-Papá -supliqué con la esperanza de que las cosas volvieran a ser como antes-, déjeme sentar a su lado, ir al cerro con mis hermanos, perdóneme por estar sucia.

Fue inútil, la sangre marca un rumbo del que no se puede echar marcha atrás. La sangre mella. Mis súplicas sólo lograron endurecer la postura ya sólida de mi padre. En esos días no se me permitía tocar nada vivo. Aquella mañana cruda de invierno se alejó mi padre y jamás volvió a ser el mismo. Cegada por la confusión se me aglutinaron las dudas, se me huracanaron los rechazos, las diferencias. Así, a los doce años me hice mujer y abandoné el mundo confortable de mi infancia.

¿Mamá, por qué estoy sucia?

Ella no responde; no responde, para esos asuntos y para muchos otros, no hay explicación.

¿Cómo se pueden aceptar las cosas a ciegas? ¿Por qué es vergonzoso sangrar? ¿Acaso Dios se equivocó al concedernos esta naturaleza confusa? ¿Acaso luego de cometer el Divino error no tuvo más remedio que solicitar el consejo de sus congéneres, comparados en sabiduría y poder sólo con Él? ¿Acaso ellos, en estado de absoluta luminaria dictaminaron: “Apartadlas, están sucias”?

Y ella, mi madre dice, en un intento de dignificarnos.

-A mozotras mos dieron el más alto kargo: embezar a los fishos. Por muestra sangre es bedraderamente ke toman undura muestras rayzes.

Así que por nuestra sangre nos repudian y en nuestra sangre va el germen del linaje, la genealogía. No comprendo. ¿Será, que es una la sangre que ensucia y otra la que sella? No lo creo. Sangrar asfixia, no es ningún privilegio. Odio este cuerpo herido, odio mancharme cada mes y odio ser repudiada por ello. Ser mujer no es ninguna ventaja, mamá, es un castigo. Brusha: vo atarte la lingua para ke no ables. ¡Ansina, kon este modo preto de priguntas ke te empachan, nunka no vash a konsiguir marido!

Mi madre vivió indigesta de susto, jamás emitió queja alguna. Yo también me fui quedando callada. Aprendí a no pedir, a no llorar, a ocultar mi vergüenza. Sin embargo, siempre supe que esos cuentos sobre los privilegios femeninos sólo me los decía para sosegarme, para que no la fatigara con preguntas que finalmente no sabía contestar. Mamá jamás rebasó las fronteras de la vida que le trazaron, jamás se cuestionó la obediencia; al menos, eso creo.

Sopla una brisa helada. La mar sucede en un existir pleno, abundante. Me asomo por la ventana. Ya no hay costa de donde asirse. Ha quedado allá mi tierra, muy lejos, muy lejos, la he perdido en esa inmensa cavidad de oscuridades.

Unos golpecitos en la puerta del camarote interrumpen mis digresiones:

Esterika, ¿stash allí dentro? Apresta, ke mos cerran la kuzina. Desha aun lado el álbume i ajarva las probiziones ke trushimos de kaza; no olbidésh los biscotchos i el kafé turko.

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