Capítulo I

Capítulo I. Me despedí de mamá en la puerta de la casa. Su rostro quieto, sencillo se veía más delgado que de costumbre; su boca contraída silenciaba la pena. Sollozaba calladita.

Las manos sobre el pecho aquietaban el atareado latido del corazón y sus ojos alertas de ardilla, enrojecían con el llanto. Entre abrazos y gemidos me entregó el álbum de fotografías al tiempo que, con cautela, como quien teme derramar algo, exhalaba tenues susurros de sus labios.

-Anda, kerida, toma el álbum, kudia de no olbidar lo ke tus oshos an bisto, míralo kuando vos sentásh melankólika. Isha de la madre, añorada mía, tengo la ditcha desditchada, ke vo a azer sin ti.

Desconocí a mi madre. No entendí por qué se desprendía de su amado livriko de memorias. En contadas ocasiones me permitió tocarlo y, ahora, por alguna misteriosa razón, me lo entregaba. Verla tan sentimental, tan quebradiza era desusado. No supe cómo proceder. Más que intimidad, entre ella y yo reinaba el rigor.

En casa aprendí a responder a las órdenes, no a la ternura.

A mamá y a mí nos unían el trabajo y las exigencias de los problemas domésticos. En ese aspecto la conocía al derecho y al revés: cómo su platillo de alubias: cuánta sal, cebolla, ajo; cómo su puntilloso esterilizar de frascos para las conservas; cómo su espesar cera de pulir pisos; cómo su implacable vicio de despiojar niños, matar gallinas, desplumarlas. Lo que desconocía era el modo de tocarla, de besarla, de responder a esa extraña confesión de amor que me hacía.

Temblando, me acerqué a mis hermanos. Los seis me abrazaron uno por uno y, entre mimos y bromas, me fueron dando un pequeño obsequio para el viaje, canicas, hilo y agujas, papel para escribir. Poco a poco volví a entrar en calor. Cuando Isaac me regaló su Corsario Negro, de Salgari, se me desató la pena.

-No llores, hermana, pronto estarás de regreso.

Seco mis lágrimas y trato de ser fuerte. Las gotas corretean por la ventana. Llueve.

El llanto de mamá deja pequeños surcos de luz en sus mejillas. Esa mañana de humedades, anegada de tanto gris y despedida, queda fresca en mi memoria; intacta. Tal vez por eso, todavía hoy guardo el aire empapado de mi casa, de mi pueblo y muero. 

Con semanas de anticipación preparé lo que llevaría al viaje.

Eché mano de cuanto tuve a mi alcance para renovar mi exiguo guardarropa y dejé que la imaginación se hiciera cargo. La resistente indumentaria sobrevivió una vez más a otro de mis acostumbrados abordajes. Lavé mis tres vestidos y a uno lo teñí con té negro; pegué hebillas y botones abandonados por ahí.

Bordé fantasías, ensarté relatos escuchados a lo largo de mi vida; memorias borrosas, acanaladas. En un abrir y cerrar de ojales crecí y mengüé vida y milagros de aquella familia que quizás apenas me habría visto en alguna fotografía y a quien yo conocía a fuerza de remojar y amasar las historias de mi madre.

Aquellas nuevas prendas usadas las guardé junto con los relatos contados y descontados ahí en el viejo baúl, el mismo que años atrás utilizara mi abuela, la nona, para el ajuar de mamá.

En las madrugadas que precedieron al viaje, vencida por el cansancio y agitada por un obstinado nerviosismo noche tras noche soñé, una luna gorda y muy roja que escupía hebras, unas veces de seda y otras de lana, que yo enlazaba alrededor de mi cintura para no extraviarme en la penumbra.

-Mamá, ¿de qué están hechos los sueños?

Mamá no contesta. Desvía la mirada:

-Anda, anda, no ai menester de ke vos estretchees el alma.

Con una mezcla de miedo y alegría, ya con mi escasos atuendos transformados, hice a un lado temores y malos augurios y pensé: ataviada como las mujeres que tanto había admirado en las revistas de moda que llegaban a mi pueblo, papá se sentiría orgulloso de viajar a mi lado.

Por la noche tomamos el tren a Santiago. Caminamos hacia la estación. Llovía. Brincando entre piedras esquivamos charcos, vadeamos arroyos, lodazales. Íbamos todos menos mamá que de tan embarazada ya no atinaba a dar más de cinco pasos. Por eso, o porque deshilachaba  sutristeza, no vino a la estación a despedirnos.

Papá y yo subimos el baúl y la canasta con provisiones para el viaje: quesos, aceitunas y rosquitas que los Yedidiá nos prepararon. De todo cuanto traíamos, el álbum de fotografías fue sin duda lo más pesado.

El tren da la señal de partida. Cruje como mi madre. Resopla, estornuda, tose al igual que mis hermanos y sus eternos resfriados. Parte el tren; arroja enormes bocanadas de niñez y entre la niebla de vapores se desvanece una cortina con trenzas de agua. A través de ella vislumbro mi casa bañada de nostalgias.

Atrás quedan mis días de infancia enrollados en los años del Liceo, de las amigas, el río Cautín acaudalado de inviernos. Atrás, La Avenida Central, sus diminutos y fascinantes aparadores de moda, “El Porvenir” con la felicidad de su especial de confites y pan fresco y el paseo del domingo en espera de tomar turno para montar el enorme caballo de madera en la talabartería de don Fernando.

Atrás, el cielo empachado de nubes y los pasteles de lodo, y esa tierra empapada en tempestades corrompiendo semillas. Si entonces hubiera sabido que no regresaría a vivir a Temuco, me habría desplomado como mamá. Habría llenado un tambo de luz enmohecida y un frasquito con olor a castaño y habría encerrado en mis oídos el tronar del río. De saber que no regresaría, jamás me habría quedado con el álbum.

Aceptarlo así, llevármelo para siempre, significaba agujerear el pasado de mi madre, debilitarla.

Pero como ignoraba lo que sucedería, esa mañana a pesar del dolor de no viajar acompañada de la familia, me sentí el ser más afortunado del mundo. Por primera vez disfruté los privilegios de ser la mayor; por primera vez, un espacio para mí solita al lado de mi padre.

Llegamos  temprano a la estación de Santiago, mucho antes de que el gallo cantara la madrugada. Caminamos hacia el viejo carretón que nos llevaría al muelle de Valparaíso. Llovía.

  -Huele a puerto, estamos llegando.

La voz del cochero  ahuyentó de golpe mis divagaciones. No conocía el mar, por ello me perturbó el aroma dulce que llegaba en pequeñas oleadas; traté de equipararlo con el olor a madera, a polen, a tabaco silvestre.

Nada se parecía a esa fragancia nueva, pegajosa, que flotaba en el aire. De pronto, frente a nosotros, admiré lo que para mí era un enorme campo azul, tan vasto que se juntaba con el horizonte.

Habituada a rojos y amarillos, al verde en todas sus expresiones, los índigos y los cobaltos me resultaron imposibles. Ese 10 de octubre, el mar, en su completa desnudez, estaba manso. Jamás tan cerca; lo vi, sí, desde la butaca del teatro Temuco en una película muda y doña Gabriela Mistral hablaba una y otra vez de él: “me ha embrujado”, decía.

También mi hermano Isaac me mostró un libro cuya portada traía una ola gigantesca grabada a tinta. Escuché, leí y soñé sobre el mar, pero no imaginé su olor, ni sospeché la cadencia de su canto ni su infatigable compás y me sentí frente a una colosal bestia, qué digo una, un ciento de bestias bramando.

Al arribar al puerto, el barco estaba a punto de partir. Nos subieron de prisa a un pequeño bote y nos ayudaron con el equipaje. Siempre me gustó nadar, principalmente cuando daba inicio el invierno y el río Cautín se ponía muy bravo. Por eso, estando ahí, ante ese inmenso depósito de agua, sentí la tentación de sumergirme.

Lo toqué para probarlo y retornó a mi memoria el gusto acre de las conservas que preparaba mi madre; entonces imaginé al espíritu del mar encapsulado en la sal y me estremecí ante lo que me pareció un diluvio infinito de llanto.

Apenas alcanzamos a acomodar las maletas y a calmarnos un poco cuando el silbato dejó escapar su lamento. El capitán anuncia la salida. El cielo pinta sus violetas y el sol es una gran yema ardiente.

Las olas, como el pan asado, se inflan para luego desplomarse. Las casas, con sus remotas fibras de luz se van haciendo más y más pequeñas, desaparecen. Sopla un viento fresco. Pronto se desparramará la noche. Dentro de mí se asienta el crepúsculo. Pienso en mis hermanos.

Amanecí ligera de pesares celebrando la suerte de realizar este viaje con papá. El baño de agua helada me confirmó que no era un sueño. Salimos de Valparaíso en octubre de 1929.

Dos meses Viajamos en el barco Heiyo Maro. Durante la travesía repasé el oscuro, liso álbum con el afán de que no se desprendiera un solo dato de mi memoria, de no olvidarme. Tenía diecinueve años.

-Papá, ¿vamos a nadar en algún puerto? Muero por zambullirme.

Quería admirar a ese gigante enfurecido como en el grabado que me mostró Isaac; descubrir a lo lejos un barco pirata, ver ballenas y, con suerte, alguna sirena como la que vio tío Beny, que, según contaban, cruzó el continente ayudado por una que se enamoró perdidamente de él.

Íbamos a México invitados por mi tío. Mamá estaba por dar a luz a su octavo hijo, y yo tuve que acompañar a mi padre. En aquel entonces los hombres no sabían viajar sin los cuidados de una mujer.

Nuestro plan era permanecer un mes en casa de tío Beny y su esposa Sara. Después iríamos a Nueva York para reunirnos con los hermanos de papá. Inmersa aún en el eco de los adioses y las bendiciones, sentada en cubierta frente a esa descomunal parcela marítima, acicalé mis fantasías sobre la legendaria figura del intrépido, acaudalado, magnánimo tío Beny.

Por fin conocería al ángel guardián de mi familia. En casa, desde que yo era pequeña, su nombre formó parte de lo cotidiano. Cuando nos encontrábamos en aprietos, lo cual era frecuente, papá sacaba su librito de rezos y oraba, mamá en cambio decía al tiempo que tomaba lápiz y papel:

-Antes de demandarle fabores al Dio voy a escribirle a mi hermano Beny; sano ke esté, ni el polbo de su patada ke mos manke; sabe dar con ocho arto i tene muncho menos lavoro ke el Todopoderoso. Por siguro, presto mos sakará de apretos.

Papá trabajó con vigor pero nunca hizo dinero. Durante mi infancia y adolescencia pasamos épocas difíciles en las que no alcanzaba ni para comer. El exceso de lluvias en Temuco solía acabar con las cosechas.

En esos momentos abrumados por la escasez, el apoyo de Papá Beny, así le decíamos de cariño, se hizo indispensable.

Mi padre dulce, dulcísimo, anhelaba darnos una vida más holgada. Hubiera deseado, para ése, mi primer viaje, pagar aunque sólo fuera una segunda clase. Nuestro camarote era pequeño y se encontraba junto a las turbinas.

El ruido de motores era constante. La tripulación iba y venía a una bodega que teníamos incrustada casi dentro del cuarto. Por las noches resultaba difícil conciliar el sueño, parecía que nuestras literas se hallaban en plena Avenida Central.

Pero, ¿ a quién le importaba si la habitación era cómoda o no? Las molestias de viajar en tercera desaparecían con la emoción de salir a explorar otros mundos. Además, ese ruido en el barco no era muy distinto al de nuestra casa, tan cerca de la estación de tren y siempre llena de niños.

Durante varios días nos cubrió el techo vasto de mi Araucania. Experimenté su inagotable litoral. Por más que el barco avanzaba no terminamos de recorrerla. Mi país es largo cordón viviente.

La costa da seguridad; es barandal del que podemos asirnos antes de caminar solos; antes de ser pájaros y devorar nuestras propias raíces.

Duermen las golondrinas su despedida, sueñan el sueño que bosteza en la memoria, sueñan con explorar nuevos mundos. Sentada sobre el baúl, aprieto contra mi alma el pesado álbum.

Allá, una música de luz y agua. Percibo aún el aliento a membrillos y alacena de mi pueblo, su temperamento verde, su contorno de libélulas. Sopla el viento helado de la cordillera. Veo tierra. Sigo enredada a la mano de mi madre. Sigo en casa.

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