El dolor ajeno es llevadero

Fotografía

El orgulloso padre entró al cuarto de hospital. Tras él, un halo fresco de recién bañado. Descansado y con buen ánimo se asomó a la cuna donde dormía su recién nacida. Feliz la levantó. A la primera señal del potente berrido la madre embelesada y débil abrió los ojos. Espero que te sientas mejor, amorcito, recitó él en un tono forzado y dulzón. Sus palabras chocaron bruscamente con la armonía que prevalecía en el cuarto antes de su llegada.

A las 3:00 AM cimbró un: ¡vámonos al hospital ahora mismo! El sobresalto irrumpió el confortable silencio del sueño rasgando la tersura de la noche. Siendo su tercer embarazo, el contundente llamado de su esposa era incontrovertible. Se despabilaron. Él con sorprendente agilidad. Ella grávida, aguardó sentada al borde de la cama unos segundos, dejó que la intensidad de la contracción aminorara y con dificultad se levantó. Se pusieron sus pants, ella señaló con el índice el pequeño maletín empacado con amorosa previsión: camisón rosa porque era niña; calcetines de lana, pues en la sala de labor siempre hace frío; un caramelo para la resequedad, aunque sabía muy bien que llegado el momento de pujar la fuerza tenía que provenir del vientre y no de la garganta; crema para las estrías… Todo acomodado en perfecto orden tal como le gustaba a ella.

Con lágrimas en los ojos se despidió de sus dos hijos. Una nunca sabe, pensó con esa íntima humildad con la que se implora. Pidió con ferviente fe para que todo saliera bien y que muy pronto pudieran estar de regreso en casa, la recién nacida y ella, sanas y salvas. Como el que sabe que está por presenciar un milagro, luminosa los besó y se despidió sin despertarlos. Él, con el nerviosismo característico de hombre responsable, encendió el auto. Ella se subió por su lado. Su distorsionado contorno la hacía tropezar con las cosas. Con el impedimento de su enorme y adolorido vientre cerró su portezuela. En el camino, envueltos en la quietud de la madrugada, él le tomó la mano. Respira, mi amor, respira, para que controles el dolor de las contracciones. A las 3:20 AM llegaron al hospital. Los pasaron a una sala de espera. A las 3:45: ¿cómo vas?, preguntó él para corroborar que el trabajo de parto había dado inicio. Sí, sí, sonrió ella entre temerosa y feliz. Dichosa por el alivio de dar a luz, pero con cierto recelo por no defraudar a su marido. Sólo falta la auscultación de la ginecóloga, que nos diga cuántos centímetros de dilatación tengo.

A las 3:55 AM iban de regreso en el auto rumbo a casa. En el trayecto, ella enorme, incomodísima, lloraba. Él molesto. Enredado en sí mismo declaró: No puedo creer que a mi mujer le sucedan este tipo de cosas. Dictatorial, irónico, reclamaba, como si sólo ella fuese responsable de tener la hija, y él, un ayudante para eventos especiales a quien se le estaban encomendando tareas fuera de contrato. Desmañanado, somnoliento, con humor de agravio y esa mirada de censura con la que juzgaba los equívocos de su mujer, según él experta ya en partos, expulsó un amorcito cortante: ¡pero es tu tercer hijo, gordita! Si no te dolía tanto, ¿para qué la urgencia de ¡ya vámonos!? Metió el auto al garaje, de mal modo abrió la puerta de la entrada, se subió al cuarto y se metió a la cama. Ella, no respondió a los aspavientos del marido. El prodigio de la vida que llevaba en su interior se imponía a todo desencuentro mundano. En ese momento sólo se esforzaba por tranquilizarse. Proporcionar una atmósfera armoniosa y feliz, que es lo propio de una madre a punto de parir a su hija. Guardó silencio, respiró y confirmó que no había forma de que su marido imaginase siquiera la intensidad del dolor que experimentaba. Él, que se espantaba tan sólo con ver una aguja, se adjudicaba la autoridad suprema para evaluar el grado de dolor que a ella le aquejaba y justo en este preciso momento se permitía estar molesto y desilusionado por la falsa alarma. Por razones obvias ella dejó el maletín en la cajuela. Con dificultad abrió la puerta, entró a la casa, bebió unos sorbos de agua para tranquilizarse, el corazón latiéndole adolorido y al mismo tiempo pleno. Con las piernas pesadas, temblorosas y el aliento cortado, subió con tremenda lentitud las infinitas escaleras. Exhausta y aturdida por el dolor ella también necesitaba recuperar el sueño. Vestida como estaba se metió bajo las cobijas.

A las 5:30 empezó todo de nuevo. Una fuerza irrefrenable y tumultuosa la agitaba, comprimía su vientre, la estrujaba. ¡Vámonos! gritó ella, y él, que apenas había conciliado el sueño, ¡no lo puedo creer! ¡Tómate bien el tiempo! Como médico experto: ¿ya las tienes cada cinco minutos? La interrogó incrédulo y desertó la posibilidad de volver al hospital. ¡Yo no me aviento otro pancho! Todo esto sin abrir los ojos ni levantarse. Muerta de rabia, sosteniéndose aquel inmenso vientre que le reventaba, se apeó. Lenta y abrumada se inclinó para resbalar los pies dentro de sus pantuflas. Tomó las llaves del auto. Con amor se asomó de nuevo a la habitación de sus hijos. Casi en silencio murmuró desde la puerta: los amo. Con pasos cautelosos y breves bajó las escaleras en absoluto sigilo. Sí, tenía la esperanza de que él la alcanzara antes de salir y le esquivara el terror de manejar en esas condiciones. Los diez minutos de su casa al hospital fueron eternos. La melodía del agitado corazón, el fuerte oleaje del torrente sanguíneo de la madre y lo cinco sentidos latiendo a todo volumen, habían despertado al fruto. Amanecía. El recuerdo de sus dos hijos dormidos en sus camas, el rumor de aquel ser que llevaba adentro y que ya proclamaba su lugar en la familia, el retortijón intolerable de los espasmos que golpeaban puntualísimos y la profunda desilusión y el desamparo que en ese momento sentía la abrumaron.

A las 5:45 AM, estremecida por las violentas descargas, llegó a emergencias.

A las 7:00 AM dio a luz a una hermosa bebita.

7:32 AM Bañado, perfumado y de mejor humor él arribó al hospital. Ya les habían asignado cuarto. Sacó a la bebé de la cuna y se aproximó a su esposa. Tras el engañoso: amorcito, espero que te sientas mejor, se le escapó su ofendido reclamo: ¡¿Qué onda contigo?! ¿Por qué no me despertaste? Ni cuenta me di cuando te fuiste. Me reportan que por suerte tuviste un parto fácil.

Ella lo miró consternada. No había nada de qué hablar o explicar. Tomó a la bebé en brazos para ofrecerle su magnánimo y congestionado pecho. Se esforzó por no hacer coraje para que la leche bajara dulce, abundante, nutritiva. Lo miró a los ojos honda y desafiante. En tono pausado, hizo acopio de entereza. Con un largo y profundo suspiro exhaló: no cabe duda de que el dolor ajeno es muy llevadero.

Tras su lívida apariencia ella había desafiado al mundo. Su fatigado rostro proyectaba un fulgor de íntimo poder, una cierta dulzura, una expresión triunfante.

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